El cineasta como etnógrafo

Acerca de la prosa de Siegfried Kracauer1

Inka Mülder-Bach

Universidade de Munique

muelder-bach@germanistik.uni-muenchen.de

Tradução do alemão: Francisco García Chicote

Resumo: O ensaio discute motivos recorrentes em momentos diversos da obra de Kracauer – metáfora do exílio; figura do estrangeiro; espera; distração; superfície; realidade-câmera e realidade histórica etc. Procura assinalar que o meio cinematográfico foi um catalizador que ativou o olhar do observador Kracauer na medida em que este concebe a fotografia e o filme como meios técnicos que colocam entre parêntesis as posições do ser, desconectam o enfoque subjetivo que se antecipa sempre ao olho, e assim dão a ver algo que o sujeito não poderia nunca ver por si próprio.

Palavras-chaves: Filme; estrangeiro; superfície social.

Resúmen: El ensayo discute motivos recurrentes en diferentes momentos de la obra de Kracauer – la metáfora del exilio; la figura del extranjero; la espera; la distracción; la superficie; la realidad-cámara y la realidad histórica etc. Señala que el medio del film fue el catalizador que activó la mirada del observador Kracauer puesto que, de acuerdo con Kracauer, la fotografía y el film son medios técnicos que colocan entre paréntesis las posiciones de ser, desconectan el enfoque subjetivo, que se le anticipa siempre al ojo, y dan así algo para ver, que el sujeto no podría ver nunca por sí mismo.

Palabras clave: Film; extranjero; superficie social.

En mayo de 1942, un año después de su arribo a Nueva York, apareció con el título “Why France Liked Our Films” [¿Por qué a Francia le gustaban nuestras películas?] el primer ensayo sobre el cine de Siegfried Kracauer escrito para un público norteamericano. Apoyándose en un suelo que por fin volvía a ser a medias seguro, Kracauer pasa revista en este texto otra vez a las películas norteamericanas que había visto en Francia entre 1933 y 1941. Ante la pregunta, planteada en el título, por la popularidad de estas películas, Kracauer responde con dos conjeturas. Por un lado, el cine americano obedecía, a diferencia del cine francés, manifiestamente rico en diálogo y pobre en acciones, a la función particular del medio, en la medida en que se dirigía hacia precisamente aquellos aspectos del mundo visible que Kracauer denomina “realidad de la cámara” ya en este texto: los mundos de tránsito de la modernidad – transeúntes, casas de varios pisos, calles, vehículos – junto con sus detalles materiales y la velocidad y contingencia de sus decursos. Por otro lado, fascinaban las descripciones de milieu, las representaciones de los personajes, el corte de la trama y, en particular, el temperamento satírico en el que todos estos factores eran percibidos en tanto representación realista de la concepción de vida y de la cotidianidad norteamericanas. Así en todo caso en Francia. Pues es una pregunta totalmente diferente si las impresiones reunidas en Europa tuvieron lugar en los propios Estados Unidos. Esta pregunta se halla en el punto de fuga del ensayo de Kracauer, y su respuesta es tan peculiar, que merece citarse en detalle:

Hay solo un breve momento en el que el observador europeo puede juzgar la validez de la imagen de vida americana que había recibido en los cines europeos: el momento de su llegada a este país. En tanto recién llegado, todavía está completamente conectado con el Viejo Mundo, y por lo tanto puede comparar sus primeras impresiones en el suelo americano con las imágenes en su mente. Estas primeras impresiones son más bien superficiales; pero lamentablemente, cuanto más logre profundizarlas, tanto más incapaz será de verificar aquellas traídas de Europa. No tanto porque se transforman en reminiscencias débiles, sino más bien por otra razón: el recién llegado se establece en América, y pronto sus contactos con las costumbres de este país son demasiado íntimos como para permitir reflexiones desapasionadas sobre la vida americana. Toda la perspectiva cambia. Se involucra en esa vida, y sus reacciones ya no son las de un espectador, sino las de un participante. Las perspectivas de estos no pueden tener un denominador común. Por consiguiente, surge una paradoja: tan pronto como el que antes era europeo adquiere una opinión de la realidad americana, pierde la posibilidad de usarla para confirmar o rechazar sus viejas impresiones. Probablemente, muchas de ellas no pueden ser mantenidas aquí, pero eso no dice nada acerca de su validez en Europa.

Volver a aquel momento decisivo, el maravilloso primer encuentro con la vida en América. Mientras entrábamos en el puerto de Nueva York, empezó a crecer en mí el sentimiento de haber visto ya todo esto. Cada nueva vista era un acto de reconocimiento. Pasamos viejos conocidos tales como la Estatua de la Libertad, la Isla de Ellis y la línea del horizonte que, en el vasto cielo parecía más chica de lo que había imaginado a partir de las películas. Luego abordaron los inspectores detectives al grito de “¡con calma!” y “¡avancen!”, y más tarde la dársena se enjambró de reporteros. Para el cinéfilo apasionado, era como un sueño: o había sido trasplantado repentinamente a la pantalla, o la pantalla misma había asumido una existencia tridimensional. Ni el sueño cesó en Nueva York, donde otros tipos familiares empezaron a emerger de la multitud: el heladero, el chico lustrabotas, el Ejército de Salvación. Todas las cosas que habían llenado el fondo de cientos de películas americanas resultaron ser fieles a la realidad. Los escalones delante de los edificios de piedra rojiza eran tan reales como las habitaciones amuebladas, las droguerías milagrosas y los espléndidos lobbies de los edificios de apartamentos que uno había sospechado, en Europa, como meros escenarios de estudio.

Esto era el comienzo, una prueba convincente del poder realista con el que las películas de Hollywood transmiten la vida americana de todos los días a la gente en el extranjero. Luego siguió el lento proceso de adaptación personal, y con ella el cambio de perspectiva mencionado arriba. A su debido tiempo, aparecieron cosas que por supuesto habían sido pasadas por alto en estas películas. En Nueva York, por ejemplo, las películas ni prestan atención a Broadway en la mañana, ni fotografían las cientos de calles que atraviesan la ciudad y que terminan en el cielo vacío. Hasta donde recuerdo, tampoco hay tomas que resalten los variados efectos producidos por los altos edificios y los rascacielos para romper con la monotonía de las largas avenidas. Evidentemente, lo mismo vale para todo el estilo de vida. Pero ya no es un observador europeo el que hace estas observaciones.2

Este es el único pasaje en el que Kracauer se expresa abiertamente sobre su llegada a Nueva York. Así, anuda la respuesta a la pregunta de si las impresiones – transmitidas por la película norteamericana al observador europeo – acerca de los Estados Unidos son de hecho “realistas” con una situación de observación irrepetible: la situación de la primera mirada, la situación de umbral del arribo. Antes, falta la posibilidad de la comparación, ya que aún no hay imágenes de la realidad; después, ya que la realidad ya no es imagen, sino vida vivida, y quien compara ya no observa, sino que participa. Solo en la primera mirada a lo que ya ha sido visto por cierto a través de la comunicación del medio, se ofrece la posibilidad de la comparación, que en este caso parece confirmar explícitamente la hipótesis de realismo. No solamente el acceso a la ciudad, sino también la entrada en ella se le torna al que llega en un déjà vu continuado.

El déjà vu consiste en imágenes que le son conocidas a todo aquel que va al cine. El cine ha representado una y otra vez Nueva York a partir de la mirada de los que arriban y como la ciudad del arribo. Un ejemplo clásico es la secuencia de arribo en The Crowd (1928), de King Vidor, en la que primero aparece a la distancia la línea del horizonte, antes de que la cámara se adentre luego paulatinamente en la ciudad y sus calles, para focalizar, en una fuga perspectivística que se angosta, finalmente en primer plano un único punto en un espacio interior. Muy parecida es la descripción de Kracauer: comienza con la mirada panorámica de la Estatua de la Libertad, la Isla de Ellis y la línea del horizonte, se sumerge en la ciudad pasando por encima de la escala en el muelle y conduce, a través de los personajes callejeros, las droguerías y las escalinatas, finalmente al interior de las viviendas. La interpretación de esta analogía es obvia: el exilado no compara, más bien vivencia el arribo real a Nueva York conforme a la medida de las especificaciones mediales de un travelín, cuyas imágenes re-proyecta automáticamente.

Pero Kracauer es obviamente consciente de esta objeción. También por eso agrega en su informe de llegada una percepción de diferencia – el tamaño de la línea del horizonte –, que marca y deja abierto el campo de juego de la comparación. Esta comparación no apunta a comprobar, en esta realidad misma, la imagen de la realidad norteamericana que el cine norteamericano transmitió al observador en Europa. No se trata de la relación entre imagen y realidad, sino de la relación de dos enfoques, de dos perspectivas sobre la realidad: la perspectiva que el observador europeo adquirió a través del cine norteamericano, y la perspectiva del europeo que llega como exilado a Estados Unidos. El hecho de que estas perspectivas concuerden no significa en consecuencia que el cine transmitiera una imagen de la realidad independiente del observador y en este sentido “realista”. No lo hace… pues desde la perspectiva del participante, la realidad aparece por supuesto diferente. El argumento de Kracauer es más bien que el cine transmite al observador en el extranjero una imagen de la realidad que coincide con la imagen que el extranjero obtiene en esa realidad en tanto observador. Esto significa empero que el cine coloca al observador en la posición del extranjero.

Con ello, el informe de Kracauer sobre su llegada a Nueva York conduce con un rodeo a terreno familiar. Del mismo modo en que Norteamérica, mucho antes de que Kracauer llegara al país, actuaba como topos de lo “extranjero por excelencia” – un país extranjero al que uno, como figura en la reseña de 1927 de Kracauer acerca de la novela América de Kafka, “ya ha emigrado” cuando uno “ocupa una habitación de hotel o habla por el teléfono”3 –, la llegada del exilado a Nueva York realiza una posición que Kracauer había esbozado una y otra vez conceptualmente y como perspectiva textual desde el comienzo de los años veinte.

El título del primer esbozo se debe a una carta de Frank Rosenzweig, que había criticado el incipiente distanciamiento de Kracauer de los movimiento de renovación religiosa de la época inmediatamente posterior al fin de la guerra como un “esperar de brazos cruzados, de brazos cruzados detrás de la espalda”.4 El árbol genealógico de la figura de “el que espera”, que Kracauer perfila como respuesta a esta crítica en su ensayo programático de 1922,5 tiene sus raíces en el judaísmo. Sus ramificaciones empero se adentran en el muy diversificado entramado de las teorías filosóficas y sociológicas, cuya recepción – a través de un laborioso proceso de modernización de su existencia intelectual – colocó a Kracauer a la altura de su propia época. En la metáfora del exilio que recorre el ensayo, “ser expulsado de la esfera religiosa”,6 ha de reconocerse fácilmente, junto al concepto de desencantamiento de Marx Weber, aquel “desamparo trascendental”, tal como György Lukács definió el espacio de la novela moderna. A la vez, el concepto de las “esferas” remite a la filosofía de Kierkegaard, que a Kracauer le interesaba más por la construcción en niveles que por la dialéctica de la interioridad existencial o siquiera por la paradoja de la fe cristiana. En la medida en que Kracauer expone esta construcción en niveles de modo absolutamente topológico, se abren intersticios y zonas fronterizas de la labilización, que pueden utilizarse para la determinar el emplazamiento de “el que espera”. El hombre kierkegaardiano como “ser intermedio”, que se encuentra en tanto existente en el “estado intermedio” entre trascendencia e inmanencia, entre lo condicionado y lo no condicionado,7 vuelve en la caracterización de “el que espera” – por cierto con los signos cambiados. Pues la tensión, que él dirime dentro de sí, no es la de arriba y abajo, sino la de adentro y afuera, de lo conocido y lo ajeno. “Expulsado” de la esfera de vínculos sustanciales, resiste la corriente del retorno a los puertos – que aparentemente salvan – de certezas de salvación desvaídas, para, en vez de esto, hospedarse en el exilio de la modernidad desencantada como en una sala de espera.

Con ello, “el que espera” de Kracauer se torna transparente para la figura cuya sucesión directa él representa. Se trata del “extranjero” de la Sociología de Georg Simmel. A diferencia de “el que espera”, que “hoy viene y mañana se va”, lo característico del extranjero yace para Simmel en el hecho de que “hoy viene y mañana se queda”, sin deshacerse totalmente nunca en el quedarse de la “desarraigo del ir y venir”.8 “El que espera” de Kracauer no solo comparte con el “extranjero” de Simmel la posición estructural, que Simmel define como paradójica “síntesis de cercanía y lejanía”.9 Hereda también – o debería heredar – el privilegio cognitivo que nace de esta posición. Porque el extranjero entra en contacto, en cuanto “móvil por excelencia”, con “todo elemento individual” de los grupos sociales, pero no está “vinculado orgánicamente” con ninguno; se halla, de acuerdo con Simmel, “frente a todos con la actitud particular de ‘lo objetivo’”.10 Esta actitud no es sinónimo de indiferencia o no participación, sino un comportamiento positivo, que Kracauer define en su ensayos tempranos aún de una manera en cierta medida vaga como “vacilante estar abierto”.11 Pero esta actitud es objetiva en la medida en que el extranjero “ha desconectado los desplazamientos y las acentuaciones, cuyas diferencias individual-subjetivas transmitirían imágenes totalmente diferentes del mismo objeto”.12

Con el término “desconexión”, que emplea aquí Simmel, aparece en el foco de atención, en tanto otro impulso teórico del ensayo de Kracauer, la epojé fenomenológica. Como un procedimiento de la reducción, que suspende la ejecución del “enfoque natural”, en el que el sujeto se relaciona con una realidad existente a la que él se sabe perteneciente como a su entorno, la epojé tiene dos aspectos, que Husserl define como “desconexión” de las posiciones de ser de la conciencia y “colocación entre paréntesis” del carácter de ser de los objetos.13 Ya en el uso lingüístico general reside en el concepto de la espera un factor de la suspensión, del detenimiento – es decir, una epojé. Y también en Kracauer apunta esta suspensión, por lo menos en sentido figurado, a posiciones ontológicas: a las impresiones afectivas y deformaciones intelectuales, que hasta ahora limitaban su mirada en la medida en que lo dejaban percibir la realidad desencantada de la modernidad en el modo de la negatividad, como un fantasmal “mundo irreal”,14 o más bien: no lo dejan percibirla. Por cierto de manera diferente a la del fenomenólogo, que se convierte, al desconectar el enfoque natural, en observador desinteresado de sus propias ejecuciones de conciencia, se constituye en la epojé del que espera un observador que intenta hacer del mundo extranjero, al que lo ha arrojado la espera, si bien no la patria, por lo menos algo familiar.

Puede quedar aquí sin respuesta en qué medida desempeñan un rol los discursos mediáticos contemporáneos en la conceptualidad fenomenológica de “enfoque” y “desconexión”. En todo caso, el medio del film fue el catalizador que activó la mirada del observador Kracauer. A la epojé que este intenta consumar en sí bajo el signo de la espera, la producen, de acuerdo con Kracauer, la fotografía y el film con medios técnicos: colocan entre paréntesis las posiciones de ser, desconectan el enfoque subjetivo, que se le anticipa siempre al ojo, y dan así algo para ver, que el sujeto no podría ver nunca por sí mismo: un mundo al que él mismo todavía no ha llegado.

Desde su ensayo temprano sobre la fotografía, hasta su tardía Teoría del cine, es Marcel Proust a quien Kracauer se remite como testigo principal de esta tesis conductora en su teoría de los medios. En una escena conocida de la Recherche, Proust describe cómo el narrador en primera persona Marcel entra sin avisar al salón de su abuela. Por un instante, el breve instante de su entrada desapercibida, el narrador registra a su abuela con un ojo en el que la propia mirada todavía está ausente. “Lo que mecánicamente se produjo, en aquel momento en mis ojos cuando vi a mi abuela”, comenta el narrador, “fue realmente una fotografía”. La fotografía le muestra la abuela como él no la había visto aún, como “parte de un nuevo mundo”, el extraño “mundo del tiempo”. El ojo del fotógrafo Marcel, un órgano de receptividad pura, que por la duración de una toma instantánea se le anticipa a los órganos regulativos de la subjetividad, ve “en el canapé, bajo la lámpara, colorada, pesada y vulgar, enferma, soñando, paseando por un libro unos ojos un poco extraviados, a una vieja consumida, desconocida para mí”.15

El hecho de que este mundo extraño y desconocido no se haga visible en la fabricación de deseos e ideologías desde la UFA hasta Hollywood, no es para Kracauer una objeción en contra de la posibilidad que reside en el medio – incluso cuando uno deba conceder que él mismo nunca ha esclarecido de manera suficientemente satisfactoria en el plano teórico la relación entre la dimensión fenomenológica de su teoría del cine, orientada a la posibilidad del medio, y su argumentación crítico-ideológica y psicológico-social, dirigida a la producción efectivamente existente. En la medida en que la cámara interviene entre la conciencia y la percepción y obliga al ojo a identificarse con sus lentes sin sujeto, desplaza la mirada del observador, la expulsa fuera de sí. Para este efecto específico, Kracauer acuñó el concepto de “distracción”.16 El concepto se acható en un terminus technicus, que vuelve a adquirir todo su peso recién cuando se comprende como traducción y por lo tanto se escucha la palabra “diáspora”. En la medida en que el cine distrae a los observadores, los exilia: los expulsa de los edificios caducos de la privacidad y la interioridad y los transfiere a una región extranjera que Kracauer volvió a codificar nuevamente a mediados de los años veinte bajo la impresión del cine mudo desarrollado: como una esfera desprovista de sentido de la “coexistencia” espacial y de la mera “visibilidad”,17 como el “exterior mudo y aparente del mundo”.18

El hecho de que este “exterior mudo del mundo” puede manifestarse en el cine no es para Kracauer ninguna mera casualidad de la historia de la técnica. No toda época podría haber sido filmada, no toda realidad se presta a la fotografía. La modernidad empero ha adquirido una fisionomía técnicamente reproducible, un “rostro fotográfico”,19 y eso no significa solamente que ha producido el ícono de la diva del cine, que disemina su sonrisa desde las columnas de anuncios, las publicidades luminosas y las revistas ilustradas, sino que apunta a una conexión estructural. Los procesos sociales y culturales, a los que la “sociedad civilizada totalmente racionalizada”,20 de acuerdo con el diagnóstico de la época, propio de la crítica cultural, de los tempranos ensayos de Kracauer, debe su elaboración –desintegración de lazos sociales sustanciales, disolución de horizontes de sentido tradicionales, fragmentación del espacio y el tiempo, desindividualización y masificación – han producido por así decirlo desapercibidamente una esfera, que está subordinada de una manera específica a los medios de reproducción técnica. La palabra de Kracauer para este lenguaje es “superficie”. En ella descubre Kracauer a la aliada natural del film, y esto no solo porque la superficie es por su parte abierta, visible, bidimensional, marginal, discontinua y permeable. La superficie social está emparentada con la pantalla más bien también en el hecho de que ella ofrece al ojo una imagen, pero ningún espejo a la conciencia. Pues así como la imagen cinematográfica se debe a un ojo mecánico, la superficie se constela “sin la intervención perturbadora de la conciencia”.21

Quien emprenda, como anuncia Kracauer en las frases introductorias de su ensayo “El ornamento de la masa”, el “análisis de […] manifestaciones superficiales insignificantes”,22 se expone por lo tanto a efectos similares como el que ve una película. También él se confronta con vistas evanescentes, lejanas al sujeto, sin conciencia, que lo posicionan como extranjero. Sin embargo, no son precisamente los ensayos programáticos de 1926 y 1927, en los que Kracauer sondea las posibilidades de la observación, los que esta posición inicia. El factor de la extrañeza23 en la construcción filosófico-histórica de este ensayo es tendencialmente otra vez superado. En efecto se infiltra en la interpretación de Kracauer del ornamento de la masa como “vacía forma racional del culto”24 un vocabulario etnológico preciso. Pero con el grand récit de mito e Ilustración, que funda esta interpretación, el observador se sitúa en un proceso, cuya desenlace está abierto, si bien sus fuerzas motrices son conocidas, y que ya opera como narrativa antes de que los fenómenos aparezcan a la vista.

Más allá del gran ensayo empieza empero a desmoronarse la narrativa, apenas es formulada. Lo que con esto surge son textos que a primera vista parecen tan marginales y heterogéneos como los fenómenos a los que se dirigen. Al contrario de los ensayos, que también habrían bastado como adorno para toda revista literaria y toda antología de la teoría de la cultura de los años veinte, estos son inseparables de la institución del suplemento cultural [Feuilleton]. Aparecen uno atrás del otro en una secuencia cada vez más tupida, en los años berlineses a veces a diario. Sus “temas” y “objetos” apenas pueden abarcarse categorialmente: se trata de circunstancias, cosas, espacios, gestos, hábitos, encuentros, figuras. Más allá de sus “temas” tienen sin embargo en común algunas características que remiten todas sin excepción al telón de fondo medial del cine.

Por lo pronto, estos textos están dirigidos fundamentalmente a fenómenos efímeros: a un filtro de cigarrillo (“La boquilla de papel”)25, a un circuito de semáforo (“Pequeñas señales”), a un saludo del chofer de taxi a la policía secreta (“Los choferes saludan”) 26, al destino de los trajes de baño (“Lucha contra los trajes de baño”).27 Estos fenómenos y circunstancias son o en sí mismos visibles, o visibilizados: en la medida en que son aumentados hasta que se desprenden de su trasfondo o su entorno como un algo; o en la medida en que en un procedimiento inverso al enfoque total los desapercibidos bordes espaciales o temporales de un acontecimiento en que se enfoca el interés general entran en el campo de visión como un algo. Así por ejemplo en el artículo para suplemento cultural “Vidrieras destrozadas”,28 en el que el observador se ha perdido el acontecimiento mismo – un atentado nazi contra negocios judíos – y ahora rebusca en el montón de añicos; o en el texto “Carrera al trote en Mariendorf”,29 que de hecho – como advierte con precaución el subtítulo a los expertos en caballos que se perdieron en las secciones del suplemento cultural – no es ningún “informe deportivo”, pues en vez de observar la carrera, son observados los que observan la carrera. Lo que Kracauer busca poner de relieve en estos diferentes enfoques es aquella dimensión anónima de la opinión pública que, en contradicción con su concepto, suele mantenerse oculto como debajo de una capa mágica. A veces lo ayuda ya una desviación sintáctica marginal a la visibilidad. Así en otro artículo de suplemento cultural, en el que Kracauer se enmascara de periodista deportivo. En vez de describir el fenómeno masivo del deporte, Kracauer describe el colectivo anónimo que hace al deporte en primer lugar un fenómeno y en efecto porque este pone en movimiento a este colectivo de un modo deportivo: el bello título de este texto se llama “Deportean”.30

Al trasfondo medial del cine contemporáneo remite también la construcción de esta opinión pública como una esfera muda, en la que la vida se desarrolla sin palabras y solo de vez en cuando aparece un trazo de escritura. En ocasiones, esta esfera se condensa en un grito (“Gritos en la calle”)31 y a veces cae también una palabra o un llamado (“Palabras de la calle”, “Figuras berlinesas”),32 pero estas palabras y llamados interesan solo en la medida en que se sustraen de la situación comunicativa de la que provienen y cristalizan como cosas. El destino de estas cosas permanece por lo demás incierto, no pueden generar una narración. Al margen de unas pocas excepciones, los textos no están estructurados narrativamente y en efecto incluso tampoco cuando tematizan explícitamente una secuencia temporal, por ejemplo en la forma de un transcurso de día (“Primero de mayo en Berlín”)33 o de un viaje (“Un par de días en París”).34 Que no narren no significa por cierto que describan. Su intervención es – comenzando por el juego de los enfoques – totalmente constructiva, en la que la construcción se mezcla de múltiples maneras con comentarios y propuestas de interpretación. El fenómeno se semiotiza, se convierte en una “expresión”, en un signo óptico. En el mismo proceso empero adquiere un excedente, que resiste a la semiotización, no ingresa totalmente en la dimensión sígnica. El hablante o el corresponsal que aparece en los textos a menudo en la primera persona se conforma con eso. No toma posición, no se deja involucrar, sino que se mantiene fundamentalmente en la posición del observador. Incluso cuando se aproxima mucho, mantiene una distancia insalvable, conserva la perspectiva desde fuera, para visibilizar lo que yace frente a todos los ojos.

Esta posición de observador se denomina de una manera tan lacónica como precisa en el subtítulo de la versión en libro de Los empleados: “Un aspecto de la Alemania más reciente”. El extranjero, que aquí se manifiesta como a través del éter, se apiña en el rol del etnólogo y se lanza a una “expedición”, que es “quizá más arriesgada que viajar por África para rodar una película”:35 un viaje de descubrimiento en un país extranjero interior, del cual el extranjero informa como desde la exótica lejanía de aquellas “tribus primitivas, cuyas costumbres admiran los empleados en las películas”.36 El superlativo sensacionalista de “la más reciente” promete servir el hambre de sensación al que se dedicaron los frenéticos reporteros de la época. Pero la sensación que Kracauer tiene para ofrecer no es ninguna otra que la cotidianidad de una capa que en la más reciente Alemania de Berlín se ha tornado en fuerza acuñadora de la vida pública. Si Kracauer comparar esta vida con la carta robada del cuento de Poe “The Purloined Letter”, a la que precisamente la opinión pública protege del descubrimiento, por un momento aparece, detrás del personaje del etnólogo, la figura del detective, que es un pariente un poco más lejano del extranjero. A diferencia de la clásica figura del detective, para Kracauer no se trata de solucionar el caso, sino de en primer lugar exponerlo como un caso, que ocurre también por lo tanto abiertamente escondido, por que las instancias que estarían llamadas para tal efecto, no están en condiciones de darle un contorno en su singularidad. Pues las formaciones conceptuales de la sociología contemporánea son demasiado esquemáticas y van a la zaga de las nuevas realidades socio-económicas; la política ofrece soluciones antes de que esté el diagnóstico; y en lo que concierne a la vanguardia, esta es notablemente ciega para el supuesto interior, in el que los frentes se chocan y los límites se difuminan.

Porque la vida de los empleados yace sin concepto y abiertamente frente a todos los ojos sin visibilizarse, Kracauer debe en este caso entonces de hecho incluso investigar. Pero su estudio le debe su fuerza no solo al fundamento empírico, sino ante todo al procedimiento de exposición. Si Kracauer había anunciado en los ensayos programáticos querer descifrar los fenómenos de las superficies como reflejo de un “contenido básico de una época” histórico-filosófico,37 la unidad de la “época” se ha tornado tan cuestionable como su “contenido básico”. Pero con ello la teoría pierde su posición jerárquicamente privilegiada. Camina ella misma en los planos para manifestarse en aquel “mosaico”,38 tal como Kracauer nombra su estudio. En este mosaico, los añicos, entre los que el reportero del Feuilleton investigaba, son montados en una “imagen” que exhibe sus cortes y costuras. A diferencia de la toma sin conciencia de la cámara, esta imagen ofrece a la conciencia un espejo. Pero el reflejo es fragmentario, pues el espejo está interrumpido se ha tornado ciego en sus grietas.

En Los empleados y en los Feuilletons de la época berlinesa, el observador se convierte en un aficionado al bricolaje, que improvisaba con pequeños ladrillos teóricos en un terreno desconocido. No se debería exagerar tanto el escepticismo teórico para ver en él una preferencia de principio. Pero tampoco es siempre, como lo muestra el ejemplo de Kracauer, una desventaja. No es casual que Kracauer haya visto, después de 1930, en sus diagnósticos sociales y políticos de modo imparmente más claro y más lejos que sus amigos teóricamente más ambicionados, sino que se relaciona de la más estrecha manera con la distancia social y el retraso temporal que se inscriben a su posición de observador. Posibilitaron la trasposición de las capas macro a las micro y el registro de transformaciones y trepidaciones que aún no despuntaban en el marco de los esquemas más sistemáticos y las narraciones de mayor alcance. Desempleo, antisemitismo, luchas callejeras también hubo en otros países europeos. Lo que sin embargo no había, de acuerdo con la observación de Kracauer, era la debilidad catastrófica de aquella dimensión, que ocasionalmente, con la mirada puesta en Francia, llamó “sociedad”: una esfera de la civilidad, cuya malla tradicional de modelos de comportamiento, sistemas de valores y formas de comunicación se afirma de manera relativamente independiente de la política y la economía y funciona como un amortiguador o una protección que evita que los antagonismos políticos, las crisis económicas y los cambios culturales perforen como sin filtro en la vida cotidiana de los individuos. Como ejemplo de la caída de esta esfera de la civilidad, Kracauer cita en Los empleados una carta conservada en la escritura taquigráfica originaria y con el sello de salida de una empleada comercial de 19 años, que busca ponerse de acuerdo con su novio por correspondencia (“Querido joven colega”): en “asunto”, relaciones sexuales prematrimoniales, y como fórmula de finalización de las actas da: “Quedo a la grata espera de tus próximas líneas”.39 Para las capas que esta carta expresa, la sociología contemporánea no tenía conceptos. Kracauer empero pudo construirlas como sin concepto, y en efecto en la medida en que Kracauer no hace desaparecer la carta en tanto signo de otra cosa, sino que la deja hablar por sí misma.

Por más lúdico-irónica que la identificación con el rol del extranjero aparezca especialmente en Los empleados… esta no era, en tanto valorización positiva de las características que el antisemitismo le había adscripto desde siempre al judaísmo, inofensiva. Kracauer debe haber desarrollado ya desde muy temprano una sensibilidad hasta somática para la amenaza. Ya en 1918 escribió en su diario personal: “Hace poco soñé que debía exilarme. Era expulsado lejos en países extranjeros”. En las imágenes urbanas de los años veinte aparece, como lo reprimido recurrente en torno a los excesos y las huídas, varias veces el mismo escenario de pánico: un espacio geométrico cerrado – una manzana trazada con exactitud, un recto callejón sin salida – en el que el “atrapado” se sabe expuesto a observadores mudos y se topa con el imago de su propio futuro: con un hombre en un hotel barato, sentado inerte sobre su silla, la cabeza apoyada en las manos, a sus pies una valija abierta, preparada a medias.40 Por más ominosa que sea el índice de futuro de esta imago, nada tiene que ver esta con la clarividencia. El Feuilleton del que proviene la escena fue publicado en noviembre de 1930. Unos meses antes, Ernst Niekisch amenazó públicamente al autor de Los empleados en la Deutschen Handelswacht, el órgano central de la mayor federación individual de los empleados, con que el “forastero” judío que no se mantuviera recatadamente dentro de los límites que le fueron asignados, debería contar con que “ser[ía] expulsado, cazado, eliminado”.41

Cuando la Alemania nacionalsocialista comenzó a realizar palabra por palabra esta amenaza, Kracauer huyó de Berlín a París, luego a Marsella y se escapó finalmente en abril de 1941 de Lisboa en uno de los últimos barcos a Nueva York. Su descripción, citada de modo introductorio, del arribo a este país extranjero se lee, ante el trasfondo de sus esbozos autobiográficos previos, casi como un homecoming. Mas las historias que escribió el siglo XX tenían rara vez un final feliz. En efecto, Kracauer intentó salvar el campo de juego cognitivo que abrió el umbral entre adentro y afuera, entre permanecer y no pertenecer, más allá del golpe de 1933. Sin embargo, los aspectos exteriores del mundo se transformaron, bajo la presión del trauma del exilio y el exterminio, en una figura apabulladora y enigmática. Era un doble lo que luego de la fenomenología de las superficies de los años veinte desplazó al observador de estos aspectos exteriores a la posición del extranjero: su textura descompuesta, inconexa, porosa y su visibilidad sin consciencia, ajena al sujeto. La textura porosa vuelve en los dos escritos de vejez, Teoría del cine e Historia. Las últimas cosas antes de las últimas, y funda de acuerdo con Kracauer la analogía estructural entre el mundo del cine y el mundo del historiador. Ambos, la realidad-cámara y la realidad histórica, son mundos inestables, incoherentes, no homogéneos, discontinuos y potencialmente infinitos, en los que rige el modo de la casualidad y las cosas “rodeadas de un ribete de significados múltiples e indeterminados”.42 Si bien Kracauer fuerza esta analogía, no hace converger los mundos. En el libro de la historia, la dimensión de la visibilidad está pues borrada. El historiador, a quien Kracauer le asigna otra vez los rasgos del extranjero en el nombre de la “extraterritorialidad” – “Su mente es, en cierta medida, imposible de localizar; deambula sin domicilio fijo” 43 – está en efecto ininterrumpidamente de viaje, pero ya no trae de sus viajes ninguna imagen. Y eso tiene su motivo. En la introducción del libro sobre la historia, se lee que “[s]iempre hay en la pared agujeros por los que podemos escapar, y a través de los que puede deslizarse lo improbable”,44 y uno debería tomar esta frase como lema. La experiencia que Kracauer en esta expedición última, en lo sucesivo puramente imaginativa, a una terra incognita de la modernidad intenta elaborar es la de la supervivencia. La imagen empero había sido ligada en Teoría del cine de manera indisoluble con el exterminio, que aún traumatizaba la supervivencia.

De acuerdo con la tesis central de este libro, el cine redime la realidad física, lava por igual el “flujo de la vida”, de lo vivo, de lo inerte y lo muerto en la medida en los exorciza en imágenes que el sujeto no podría ver por sí mismo, porque la mirada subjetiva siempre pone un manto sobre la realidad física. Con vistas a este ojo-cámara, Kracauer había esbozado en los años veinte la propia posición de observador, en ella había educado su mirada extranjera. En el libro sobre la historia, esta mirada no tiene empero ya ninguna persona en frente, sino que se encuentra solo consigo misma. Pues su educación se topó con un límite que en el “Epílogo” de la Teoría del cine se denomina con el subtítulo “La cabeza de la Medusa”:45 la realidad física de los judíos europeos asesinados “nos convertiría en piedra, si la encontráramos en la vida real”. Solo en el espejo del escudo de Atenea, en el espejo de las imágenes que hace el ojo indiferente de la cámara, podemos ver la cabeza de Medusa, los “montones de cuerpos humanos torturados”. Kracauer debe haber conocido las objeciones. Debió haber sabido que la redención de los asesinados en la imagen llegaba a su límite cuando el exterminio solo dejaba tras de sí cenizas. Pero insiste: no a pesar, sino precisamente porque su imagen del horror está mediada técnicamente, porque coge el reflejo del mundo en el espejo sin conciencia de su pantalla protectora medial, la cámara es el único testigo ocular. Sin embargo, a la pregunta de para qué el cine llama al estrado de testigos a las imágenes del terror, Kracauer da una respuesta, cuya provocación no ha llegado todavía a los debates contemporáneos sobre los medios. A diferencia de la imagen especular del mito, que es un medio para un fin – porque la ve en el escudo de Atenea, Perseo puede cortar la cabeza de la Medusa –, las “imágenes especulares del horror” del cine son para Kracauer un “fin en sí mismo”. Ninguna argumentación las vincula, ninguna convocatoria, ninguna directiva de acción. Pues la realidad física solo se redime, cuando sus imágenes se graban en la memoria colectiva “en beneficio de ellas mismas”.


  1. “Der Cineast als Ethnograph. Zur Prosa Siegfried Kracauers”. In: BLAβER, Moritz y VAN DER KNAAP, Ewout (eds.). Die (k)alte Sachlichkeit. Herkunft und Wirkungen eines Konzepts [La vieja (fría) objetividad. Origen e influencias de un concepto]. Würzburg: Königshausen & Neumann, 2004, pp. 73-83.

  2. KRACAUER, Siegfried. “Why France Liked Our Films?” [¿Por qué le gustaron a Francia nuestras películas?]. En: ------. American Writings: Essays on Film and Popular Culture. VON MOLTKE , Johannes y RAWSON, Kristy (eds.). London: University of Columbia Press, 2012, pp. 33-40; aquí, p. 39s.

  3. KRACAUER, Siegfried. “Amerika”. En: ------. Schriften [Escritos]. Ed. WITTE, Karsten y Mülder-Bach, Inka (ed.). Tomo 5.2: Aufsätze 1927-1931 [Ensayos 1927-1931], p. 104.

  4. ROSENZWEIG, Franz. “Brief an Kracauer vom 12.12.1921” [Carta a Kracauer de 12.12.1921] (Legado de Kracauer, DLA). Cit. en Marbacher Magazin 47/1988: Siegfried Kracauer 1889-1966. Ed. de Ingrid Belke e Irena Renz. Deutsche Schillergesellschaft, 1989, p. 36.

  5. Se trata del ensayo “Los que esperan” (nota del trad.).

  6. KRACAUER, Siegfried. “Los que esperan”. En: ------. Estética sin territorio. Ed. y trad. de V. Jarque. Murcia: Colegio oficial de aparejadores y arquitectos técnicos de la región de Murcia, 2006, pp. 141-156; aquí, p. 143.

  7. KRACAUER, Siegfried. Der Detektiv-Roman. En: ------. Schriften. Vol. 1. Frankfurt a.M.: 1971, p. 109.

  8. SIMMEL, Georg. Soziologie. En: ------. Gesamtausgabe. Ed. de Otthein Rammstedt. Vol. 11. Frankfurt a.M.: 1992, p. 764.

  9. Ibíd., p. 766.

  10. Íd.

  11. KRACAUER, “Los que esperan”, p. 154.

  12. SIMMEL, Soziologie, p. 767.

  13. HUSSERL, Edmund. Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. Trad. de J. Gaos. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica: 1962, pp. 69-74

  14. KRACAUER, “Los que esperan”, p. 156.

  15. PROUST, Marcel. El tiempo perdido 3. El mundo de Guermantes. Trad. de P. Salinas. Buenos Aires: Santiago Rueda Editor, 2010, p. 184s.

  16. KRACAUER, “Culto de la distracción”. En: ------. Estética sin territorio, pp. 215-224.

  17. KRACAUER, “Ein Film”. En: ------. Werke. Vol. 6.1, p. 57.

  18. KRACAUER, “Der Mythos im Groβfilm”. En ------. Werke. Vol. 6.1, p. 72.

  19. KRACAUER, “La fotografía”. En: –, Estética sin territorio, pp. 275-298; aquí, p. 292.

  20. KRACAUER, Der Detektiv-Roman, p. 105.

  21. KRACAUER, “Über Arbeitsnachweise”. En: ------. Schriften. Vol. 5.2., p. 186.

  22. KRACAUER, “El ornamento de la masa”. En: ------. Estética sin territorio, pp. 257-274; aquí, p. 257.

  23. En alemán, “Fremdheit”; también significa “extranjero” (nota del trad.).

  24. KRACAUER, “El ornamento de la masa”, p. 271.

  25. En: KRACAUER, Schriften. Vol. 5.2., pp. 258-260.

  26. En: KRACAUER, Schriften. Vol. 5.1., pp. 376-378.

  27. En: Frankfurter Zeitung (Reichausgabe) del 1.4.1931, n° 242-244.

  28. En: KRACAUER, Schriften. Vol. 5.2., p. 236s.

  29. En: KRACAUER, Schriften. Vol. 5.3, pp. 303-305.

  30. En: KRACAUER, Schriften. Vol. 5.2, pp. 14-18.

  31. En: KRACAUER, Schriften. Vol. 5.2, pp. 205-208.

  32. En: KRACAUER, Schriften. Vol. 5.2, pp. 199-201 y 325-327.

  33. Frankfurter Zeitung (Reichausgabe) del 3.5.1930, n° 325-327.

  34. En: KRACAUER, Schriften. Vol. 5.2, p. 296-301.

  35. KRACAUER, Siegfried, Los empleados. Trad. de M. Vedda. Barcelona: Gedisa, 2008, p. 116.

  36. KRACAUER, Los empleados, p. 112.

  37. KRACAUER, “El ornamento de la masa”, p. 257.

  38. KRACAUER, Los empleados, p. 118.

  39. KRACAUER, Los empleados, p. 178s.

  40. Cf. KRACAUER, Siegfried, “Erinnerung an eine Pariser Straβe”. En: ------. Schriften. Vol. 5.2, pp. 243-248.

  41. NIEKISCH, Ernst. “Ein Kracauer en viajes de descubrimiento”. En: Deutsche Handelswacht 37 (1930), n°2, p. 27s.

  42. KRACAUER, Siegfried, Historia. Las últimas cosas antes de las últimas. Trad. de G. Marando y A. D’Ambrosio. Buenos Aires: Las cuarenta, 2010, p. 101.

  43. KRACAUER, Historia, p. 130.

  44. KRACAUER, Historia, p. 56.

  45. KRACAUER, Siegfried, Teoría del cine. La redención de la realidad física. Trad. de J. Hornero. Buenos Aires: Paidós, 1989, p. 374s. Todas las citas siguientes en la misma página.